Cartas premiadas en el IV Concurso Internacional de Cartas de Amor San Valentín
escrito por AVA   
domingo, 01 de marzo de 2009
(1er premio )

Original de Rubén Rey Menéndez

- Oviedo (España)

CARTA A UNA CONDENADA

(Accésit )

Original de María Soledad Sánchez Mulas

- Salamanca – España

LA ÚLTIMA CARTA DE AMOR DEL ESCRIBANO

(Accésit )

(Original de Mª Teresa del Valle Drube Laumann

- Tucumán (Argentina))

Otoño de 2009, atardecer con llovizna

 



(1er premio del IV Concurso Internacional de Cartas de Amor San Valentín)
(Original de Rubén Rey Menéndez- Oviedo (España))

CARTA A UNA CONDENADA

 

Rubén DíazQuerida E.:

No sé de tu nombre más que las iniciales, E.P.D.. Desconozco tu historia más allá de lo que haya podido leer en los periódicos.

Pero lo que sí sé, es que te amo. Te amo desde aquel día en el parque. Sacaste un cucurucho de papel y diste pan a las palomas. Yo te observaba sentado en un banco al otro lado de la plaza. Te preguntarás por qué no me acerqué. Hoy te contesto; fue por miedo. No el miedo que imaginas. Sí, me fijé en tu bolso; pero jamás creí que llevarías un arma dentro. Pensé en pintalabios, guantes, un paraguas plegable... Nunca una pistola o un revólver o lo que fuese que llevabas. No se trataba de ese tipo de miedo. Era el miedo a mi mismo. Y te preguntarás ¿qué miedo no anida en el interior de uno mismo? No te falta razón, sólo él nunca te abandonará; cuando nada ya tiene sentido, sigue ahí, hasta el final. A mí, lo que más desasosiego me produce, es el rechazo. Ése fue el motivo de que no te hablase. ¿Lo he vencido y por eso te escribo esta carta? No. Lo que me amilanó fue tu presencia. Me impactaba tu abstracción que otro hubiera confundido con frialdad.

Me abrumaba tu estampa, tu figura, altiva en contraste con la decrepitud del entorno. He de confesarte que me levanté por dos veces; volví a sentarme en sendas ocasiones. Sólo fui capaz de acercarme cuando llegaron los policías y te esposaron. Suerte que uno de ellos me cogió por el brazo antes de que llegase a tu oído. Al verte indefensa ante aquellos hombres, creí que no serías capaz de rechazarme, que te aferrarías a mi como el náufrago a la madera que flota y le mantiene con vida. Iba a susurrarte que te quería. Fue mejor así. Podrías tomarme por loco y ahora no estarías leyendo esta carta. Como ves no soy un lunático cualquiera. ¿Podría un demente recordar con tanta lucidez cada detalle de ese día?

Te escribo porque quiero conocerte y que me conozcas. Tenemos todo el tiempo del mundo. Y, algún día, podremos vernos. Si tú me lo pides, estoy seguro de que lo haré. No me importa lo que hiciste. Seguro que tenías una buena razón. Alguien como tú no haría algo así sin motivo. Leí la sentencia en la prensa. No voy a decir que me alegré, la falta de libertad ha de ser el peor castigo. Sin embargo, pensé que así tendría una oportunidad. Son muchos años para convencerte de que te amo. Miles de días, cientos de miles de minutos, millones de segundos. En algún momento, sin que te des cuenta, olvidarás que sólo soy el cordón umbilical que te mantiene unida a la libertad. Ese día me llevarás al interior. A tu interior. Y ya nunca saldré de ahí. Yo me convertiré en el preso. Un preso consciente y feliz. Hasta que ese instante llegue, continuaré escribiéndote, porque, nunca lo olvides, te quiero.

 



(Accésit en el IV Concurso Internacional de Cartas de Amor San Valentín)
(Original de María Soledad Sánchez Mulas- Salamanca – España)

LA ÚLTIMA CARTA DE AMOR DEL ESCRIBANO

 

Mi amada:

Verte a mis pies, así, tendida y yerma para siempre, exacerba mi ánimo a tal extremo que he dejado de dar por cierto y real cuanto me rodea.

Apenas ayer, juntos tomamos la senda del amor, haciendo nuestros los caminos que la vida, siempre cicatera, se empeñó en ocultarnos bajo un fondo de negras ramas tupidas.

Tú renunciaste al nombre de tu casa, a tu cuna, al ajuar que bordaron para ti las monjas de manos primorosas en el convento de las Madres Carmelitas Descalzas, a los bailes envueltos en humo de velones, en los que tu madre te buscaba un marido digno de tu hermosura y nobleza de alma.

Nos bastó una mirada cruzada en el frío de la nave de la Catedral Vieja, para saber, mi bien, que tus ojos habrían de ser míos, y que mi alma, ya para siempre, se había encadenado a la sutileza de la tuya.

Huiste sin miedo, envuelta en una oscura capa, mediada la madrugada. Recuerdo el fulgor de tus ojos, la avidez de tus labios carnosos, el liviano peso del hatillo que tomaste por única herencia. Tu ama nos despidió en el portón (la pobre vieja, a la que tundió luego tu padre de una brutal paliza, cómplice de tus horas secretas) y partimos veloces en la noche con el corazón lleno de fuego, de sueños, de belleza. Nada supieron mis padres, ya viejos e impedidos, que me hacían cultivando las artes gramaticales en aquella Salamanca que me vio rodar hacia nuestra perdición.

Mi dulce amor. Yo dejé atrás muy poco. Mi hatillo transportaba todos los bienes de un pobre estudiante: apenas una manta raída, una hogaza de pan y unas monedas. Nada me delataba como tal, porque vendí mis útiles de escribanía para poder pagar aquella mísera posada en la que te hice mía. Guardé la pluma que a escondidas me hiciste llegar aquella tarde de Septiembre, con una nota de tu letra apretada y el ruego de vernos en casa de la nieta de tu ama. Aquella nota a la que siguió la carta más hermosa que jamás ha salido de mi pluma, y que encendió la llama de tu alma para verme con los ojos del corazón enamorado.

Ocultos y febriles, huidos de tu padre y de los míos, te transformaste en la grácil mujer de un escribano, con el cabello atado en cintas, arrebol en las mejillas y una gracia especial para doblar el delantal en el que llevabas la ropa recién lavada. Alquilamos un figón a la orilla del río; yo escribía cartas por unas monedas (sintiendo el tacto dulce y de tu pluma) y tu, con esas manos que pronto enrojecieron y espesaron, lavabas ropa de la casa grande y amasabas tortas que vendías, que vendían tus ojos más bien, a las puertas de la plaza de abastos.

Fueron meses de fuego, en los que nuestro amor se alimentaba frugalmente con mi poesía recitada a la luz de la vela, abrazados los dos bajo la manta estrecha, envueltos en el olor de las tortas cocidas que flotaba insistente en el aire. Fueron, arte entero de mi corazón, los días más hermosos de mi vida.
¿Qué ocurrió, sangre mía? ¿Qué nublo nos trabó? ¿Qué desdicha negra se cernió sobre nuestra felicidad? ¿Acaso la deuda de tu huida permanecía anotada en el debe de nuestro futuro?

Llegó el invierno, y sobre ti cayó una capa de escarcha. Primero tus palabras se afilaron, y algún lamento echaba en falta el calor de una lumbre a la que nuestras exiguas ganancias no llegaban, el paño de lana para una capa con la que envolverte para vender las tortas, o las monedas suficientes para que una peinadora arreglara aquellos rizos que se habían deshecho entre las cintas raídas.

Después tus gestos te alejaron de mí cada día. A pesar de la apretura para entrar en calor bajo la manta, tus brazos esquivaban los míos y el miedo a la preñez, junto con aquel frío que cortaba la carne, me cerraron tu cuerpo firmemente.

Yo buscaba y buscaba, pero mi anonimato, necesario para tu seguridad, me impedía presentarme en las casas de los señores a prestar mis servicios. Dejé de comer para que tú comieses, robé en el mercado un retal de paño de Palencia, ya usado pero en buen ver todavía, para abrigar tus hombros, amasé pan de torta hasta la amanecida... e intenté espabilar el fuego de tu alma para hacerte mía de nuevo.

¡Qué ciego fui! ¡Cómo supiste labrar una realidad para mí y hacerte aire fuera de nuestra humilde casa! ¡Y yo penando en la negrura, buscándote, sin saber que hacía tiempo que ya te habías ido!

A través de tu ama, a la que pronto viste rondando en el mercado, comenzaste a ablandar el corazón marchito de tu padre. Aquel que juró tu muerte para siempre, se apiadó de la hija y aceptó tu vuelta con muchas condiciones.

Pero tú ¿cómo pagaste mis desvelos? ¿cómo mi eterna hambre de amor, mis delirios?

¿en qué momento planeaste tu segunda fuga?

¡Qué ingenuo fui!

Se suavizó tu carácter, y aunque el fuego de tu vientre seguía cerrado para mis desvelos, los días fueron apacibles de nuevo. No quise creer a Justino, el aguador, que me dijo haberte visto de cháchara con la vieja ama. Y no quise creer la noche que llegué a nuestra triste casa y tú ya no estabas.

Con letra firme escribiste en mi papel de carta un adiós definitivo. Aferraste con firmeza la hermosa pluma de tu primer deseo para cerrarme el alma ya por siempre. Tu error y el perdón de tu padre. ¡Dios mío! ¡Yo tu error!

Morí ese día. Y muerto te he buscado en el mercado, ataviada de fiesta seguida de tu ama, en la iglesia, en la plaza. Y muerto te juré venganza, a pesar de amarte más que a mi vida toda. Y como ya morí el día en que te fuiste, esperé. Si no eras para mí, nunca serías de nadie.

¡Estrella de mis ojos! Quiso hoy el cielo que volvieras a verme. Cuando escuché tu voz de terciopelo tras la puerta, el corazón saltó atronador hasta mi boca. Las ideas me giraron la vela del cuartucho, porque pensé que tu arrepentimiento te había vuelto cuerda en el amor. En apenas segundos imaginé la vida que nos esperaba, y abrí la puerta con el corazón henchido de amor.

Entraste como una tormenta de verano, oliendo a nardo recién cortado, con los rizos primorosos tejidos en cintas de colores y un siseante vaivén de tonos rosas espantando la oscuridad desde la seda de tu vestido.

Pero no te excusaste, ni siquiera mentiste, no subió rubor alguno a tus mejillas, no miraste mis ojos. Hablaste sin sentido de la recién estrenada primavera, de la luz en las catedrales, del brillo del río... mientras revoloteabas por el cuarto toqueteando los escasas enseres. Y entonces tus manos encontraron una bolsa de tela, semioculta entre las tablas del jergón. La tomaste con avaricia y una risa de triunfo llenó la estancia. ¿Por qué no la guardaste sin más? ¿Por qué no saliste por la puerta con la misma celeridad de tu llegada? Era tal mi estupor que nada hubiese hecho.

Pero, esta vez sí, me miraste a los ojos y abriste ante mí la bolsa: dentro brillaron relucientes monedas. Muchas, monedas que pudieron ser lumbre, paño, abrigo... monedas que trajiste ocultas para paliar la escasez en el amor, y que después seguiste escondiendo para poder justificar tu huida. Y que ahora volvías a buscar, no por necesidad, sino para mostrarme la verdad de tu engaño. Solamente dijiste ¡fue muy divertido! y diste la vuelta para salir.

Mis manos han seguido el camino de la ira que arrasa mis sentidos y han anudado en tu cuello los horrores recién descubiertos. No he podido parar y el destino ha seguido trazando su propio camino. Has caído muerta, tu también, como un nardo segado de repente.

Vida mía... yo, ya nada busco. Abrazo esta seda suave que te envuelve, y si de aquí ya se va mi entendimiento, si todo esto es real, dejo posada sobre tu pecho ésta mi última carta, escrita con la pluma que inició nuestra historia y que le pone fin con la tinta negra de un corazón baldío. Firmaré con las gotas de sangre que manan de mi herida, abierta en mi pecho con la daga que yo también oculté bajo las tablas de nuestro maldito lecho.

Quizás supo mi entendimiento, antes que mi ciego corazón, que aquel amor que germinó en una carta que firmé con esperanza y gotas de mi alma, habría de terminar en otra lacrada con la roja sangre de mis venas.

Tuyo por siempre,




(Accésit en el IV Concurso Internacional de Caertas de Amor San Valentín)
(Original de Mª Teresa del Valle Drube Laumann- Tucumán (Argentina))

Otoño de 2009, atardecer con llovizna

 

Hola, mi querido, tanto tiempo... ¿cómo estás?

Quisiera poder llamarte así, simplemente, y que charláramos como dos viejos amigos que se reencuentran después de un largo viaje en soledad.

Hace tanto de mi vida que no sé nada de tu vida, que creí que te tenía olvidado. Pero hoy, sin pensarte, sin nombrarte, sin darme cuenta de nada, desperté de una larga siesta con el recuerdo de tu rostro cubriéndome el paisaje de mi tarde y sintiendo en todo mi cuerpo el inolvidable roce de tus manos exaltando mis sentidos hasta dejarme sin sentido.

Sé que talvez no te acuerdes ni tan siquiera del timbre de mi voz calentando tu teléfono con mis ansias. Que si te llamo, dudarás antes de darme un nombre, para no herir al fantasma que se levanta y te clama un espacio en tu memoria. Sé que reirás burlón, jugueteando con la incertidumbre de no poder reconocer a quien paseó colgada de tu brazo por los prohibidos jardines del placer hasta caer agotada en el sueño y seguir en el sueño paseando colgada de tu brazo por los prohibidos jardines del placer, hasta sentirse morir de amor, y volver a vivir sólo para verte. Para verte y poder amarte nuevamente.

Sé que crecerá tu vanidad en ese buscarme dentro de tu agenda personal, y que acudirán a tu frente nombres, rostros, recuerdos, atropellándose con perfumes, risas, vinos, lágrimas, alegrías, dolores... en una inútil murga que lleva vestida su desnudez con toscos oropeles creados con latones y papel crepé; con imágenes pintarrajeadas con borroneado rouge y hechas de miga de pan, levantándose desde las devastadoras cenizas, deformándose bajo la lluvia. Colmándose de sal bajo las lágrimas. Bajo la soledad de mis lágrimas solas.

Desgastadas efigies mohosas, arrastrando luminosos harapos salpicados con destellos de cristales de plástico, de lentejuelas circenses, ofreciendo extraños brindis en vasos vedados, avanzando atronadoras por las exclusivas avenidas de tu ser interior, pisoteándote, destrozándote, muy a tu pesar. Por que los recuerdos siempre destrozan al pasar por el alma que los evoca.

Aunque lo niegues. Aunque lo niegues y te desangres.

Porque reconozco que siempre tendemos a repetirnos en las cuestiones amorosas. Porque recreamos una y otra vez los mismos juegos, las mismas idioteces geniales con las que perdimos antes. Cada cosa que yo, en mi intento de ayudarte a que me recuerdes, te traiga del pasado --de nuestro pasado, porque nosotros fuimos dueños del tiempo del otro — estoy segura que las habrás vivido una y mil veces más con diferentes pieles, con diferentes olores, ¡con tan diferentes murmullos!

Talvez, hasta te sucedió como a mí, que muchas veces sufrí la humillación de nombrarte en pleno amor, sin querer hacerlo. De despertar -- como hoy, a pesar de tanto tiempo recorrido desde tu cuerpo hasta mi soledad — con el sabor de tu boca en mi boca, con el latir de tu cuerpo dentro de mi cuerpo.

Y saber que esta tarde otoñal es más fría, más gris de lo que parece cuando se te mete entre las sábanas y te trae el calor perdido de otras tardes de otoño, con olor a humo brotando desde el encendido hogar, con los centenarios leños dándoles reflejos irreales a nuestras pasiones. Colándose por cada uno de nuestros poros, exaltados en su calor. Enfebrecidos. Enardecidos.

Mientras, cual dos bestias hambrientas, continuábamos devorándonos el uno al otro, para poder volver mil veces a renacer.

Y volver mil veces a renacer cuajados de eternidad en el eterno ritual de la vida que incendia a los amantes. Porque en aquel momento creíamos que el ser amantes era una eternidad atrapada entre dos almas que no podían separarse por más lejos que estuvieran una de la otra.

Para luego descubrir que era cruzar del cielo al infierno sin transición, desnudos y con tan sólo un pasaje de ida para dos.

Por eso hoy me asombra sentirte tan cerca, como si toda la arena del viejo reloj hubiera sido empujada por algún viento cautivo del arcano, dejando escapar su caja de dolor, despojado y solo.

Bebo una a una cada caricia tuya que se quedó en mi piel mientras sigues buscando en otras pieles el placer que nunca llegó a colmarte ninguna.

Recuerdo con exactitud enfermiza cada espacio de tu ser. Tus gustos. Tu forma de amar. Tus gemidos agónicos en cada pequeña muerte de a dos.

Si supieras las veces que lloré de rabia y de impotencia por no poder retenerte.

Si supieras las veces que te llamé sin llamarte.

Hasta que creí --infantilmente—que te había olvidado. Que estabas borrado por el vértigo de otras pasiones que desbordaron mis sentidos.

Y juro que amé. Que amé con tantas o más ansias que con las que te amé a ti.

Que tuve celos, odios, deseos, esperanzas, desesperanzas; pasiones tanto o más intensas de las que sentí por ti, de las que me inspiraran tu piel, tu voz… tu voz que sigue vibrando guardada para siempre entre los pliegues más recónditos de mis sentidos.

Y hoy, sin siquiera imaginarlo, mi parte más profunda te rescata del olvido, del ostracismo al que yo te tenía confinado y comienza una campaña proselitista con tus retazos, y me cubre de panfletos en los que tu imagen sonríe y me llama.

Y me trae a la superficie de mi nada interior el roce de tus manos, el cálido olor de tu piel, la fuego de tus ojos adormecidos en los míos, la complicidad de algún tonto secreto compartido en la mágica estación de nuestras almas.

Quisiera poder tener la serenidad, la valentía de tomar este inerte aparato telefónico y llamarte y que me contestes; y que te alegres al reconocerme de inmediato y me digas, como antes, con tu inolvidable voz temblorosa de amor en la espera:

--- Hola, querida... esperaba tanto tu llamada... justamente estaba por hacerlo yo, dado tu largo silencio. Pero temía que no me respondieras, ven pronto, por favor… ¡te sigo amando tanto!

Pero este miedo cerval que incinera mi ser, me obliga a alejarme, a no tener más para decirte, por eso me despido de ti tratando de enterrar profundamente estas piedras de tu recuerdo en medio del desierto de mis días. Y sé que, ahora sí, jamás volveré a buscarte; mi orgullo me encadena, matándome en los domingos huérfanos de sol, de este otoño tan lejano de aquél otoño nuestro, pero con todos sus segundos invadidos de tu recuerdo.

…y a pesar de todo lo que dije o haga, ¡te sigo amando tanto!

Brindando por la eternidad, último lugar donde nos encontraremos, me despido pidiéndote perdón por seguir aferrada al recuerdo cuando todo ya está muerto, jurando que arrojaré las cenizas de esta carta al viento, para que nunca puedas leerla.

Para que nunca puedas volver a burlarte de mis sentimientos.

Modificado el ( domingo, 01 de marzo de 2009 )