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«Naufragio en la sombra», una novela de 1930 Imprimir E-Mail
escrito por AVA   
domingo, 15 de abril de 2007
JOSÉ MARÍA MARTÍNEZ CACHERO - La Nueva España

De tiempo atrás el género novela se encontraba en España en crisis de transformación porque las posibilidades que brindaba a comienzos del siglo XX el canon realista-naturalista, de tan fecunda y gloriosa ejecutoria, eran muy escasas. Nuestros novelistas del 98 -tal un Unamuno o un Azorín- habían intentado otra novela, adelantándose madrugadoramente a lo que sería con el tiempo deseo de muchos; los novecentistas Miró y Pérez de Ayala continúan el intento que pudiera decirse culmina en cierto aspecto con Ramón Gómez de la Serna por cuanto a semejante situación de crisis se añaden otros factores personales y externos como el ambiente de vanguardia que se respira por doquier y el talante aparte de Ramón. Estamos ya frente a los prosistas de la generación del 27, fundamentalmente prestigiada por sus poetas, y aquí entra en escena Ortega y Gasset con sus ensayos La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (que datan de 1925), tan lúcidos ambos y tan mal entendidos a veces, testimonio de una realidad y nunca inflexible postulación de una tendencia ni, menos, apología a ultranza de ella. Arte deshumanizado no quiere decir que nada tenga que ver con lo humano, los humanos y la humanidad, como si estuviera hecho con otros ingredientes que no son los privativos de tales realidades; ciertamente rehúye el tratamiento de ciertas parcelas humanas hasta entonces privilegiadas por un abundante e indiscriminado uso, por ejemplo: de lo sentimental degenerado en sensiblería y sentimentalismo de baja ley; potencia otros componentes también humanos como el ingenio -gusto por la metáfora insólita- o la inteligencia -son libros los debidos a estos nuevos narradores que piden al lector un esfuerzo, pues no se han compuesto para la mera y simple diversión-. Para conseguir esto se abandonan determinadas prácticas técnicas, se echa mano de otras que normalmente son presentadas con carácter de tanteo, a lo cual debe añadirse el espíritu lúdico que es nota dominante en los jóvenes artistas. Más que una renovación efectiva lo que hallaremos es un plausible afán de brindar, sueltos, elementos de renovación, necesitados de una armónica y coherente integración posterior.

En el segundo de los ensayos orteguianos se efectúa un examen de la situación actual de la novela y se llega a la conclusión de que el género parece agotado por una serie de causas entre las cuales destaca la «penuria de temas posibles»; es preciso, por tanto, buscar salida por otra parte: «El escritor necesita compensarla (esa penuria) con la exquisita calidad de los demás ingredientes necesarios para integrar un cuerpo de novela». La trama nunca ha sido, aunque se la haya querido hacer, el elemento clave del relato novelesco y por eso, llegados a semejante situación, procede, más que lamentarse, insistir en otros aspectos tales como la morosidad en la introspección de los personajes -el psicoanálisis freudiano había revelado un interesantísimo orbe inédito- y la ampliación del ámbito de la novela para que en el mismo quepa como en un saco -Baroja lo había dicho ya- absolutamente todo. Unos cuantos nombres jóvenes y nuevos pudieran mencionarse como portavoces no sólo teóricos de semejantes aportaciones, desde Rosa Chacel, autora de Estación ida y vuelta (1930), novela de la que se dijo que «era un libro desaforadamente orteguiano», hasta el asturiano Valentín Andrés Álvarez, pasando por Pedro Salinas, Antonio Espina y, sobre todo, Benjamín Jarnés, a quienes Ortega ayudaría eficazmente abriéndoles las páginas de su Revista de Occidente o creando para sus libros colecciones como «Nova Novorum», intento al que faltó tiempo para que cuajara y hubo de quedarse así, mediando también las circunstancias externas españolas, en loable apertura, equivocada según algunos (Max Aub, por ejemplo).

En el antes invocado año 1930 se publicó Naufragio en la sombra, segunda novela de Valentín Andrés, incluida en la colección «Valores actuales» (Ediciones Ulises), nacida para revelar a «aquellos escritores de esa generación de 1930 que tienen acento propio y que se han desligado, desprendido de los credos estéticos que formaban el gran tópico literario anterior, con otras palabras, una generación rupturista o de vanguardia.
Naufragio... es una versión más extensa del relato Dorotea, luz y sombra, que había visto la luz tres años antes en el número 44 de Revista de Occidente, y entre ambas hay coincidencias y diferencias que no son ahora del caso: se trata de vicisitudes de carácter autobiográfico, a lo que parece vinculadas a la comarca asturiana de Grado, patria chica del autor. Por una parte representa su momento narrativo más innovador o avanzado estéticamente y supone, asimismo, el cierre o punto final de esa dedicación, puesto que La tierra en el cielo, novela anunciada para «en breve», no llegó a publicarse en el teatro, el ensayo de vario asunto y el artículo periodístico serán los géneros literarios que le ocuparían posteriormente.

Consta la novela de tres partes -«La carabela», «El mar», y «El naufragio»-, títulos que se adaptan en cierta manera a la acción referida en ellas, la cual marcha progresivamente a lo largo de un verano, sin más retroceso temporal que las evocaciones familiares a cargo de «La Quica», vecina de Noceda, y del narrador-protagonista; una acción sin mayores cambios en el escenario de la misma -solamente dos: el innominado pueblo donde reside la mayor parte de los personajes y la cercana aldea de Noceda-, donde comparece un corto censo de personajes, femeninos y masculinos, de desigual jerarquía protagonística, encabezados por el también innominado narrador-protagonista, don Manuel, su mayordomo, y Dorotea, una muchacha norteamericana veraneante. Apenas encontrará el lector fragmentos descriptivos, y los que hay, dedicados al paisaje natural, son más bien breves y en algún caso mezclan naturaleza y paisanaje, y tampoco encontrará digresiones, cualquiera que sea el asunto. Abunda el diálogo, que es simple conversación trivial salvo el que lleva el mayordomo, tanto por motivos económicos como por razones personales, y más extenso e importante, el mantenido entre Dorotea y el protagonista que tiene como fundamento la actitud de oposición habida entre ambos casi desde que se conocieron, resuelta al término de la novela de modo no declarado abiertamente: diferencias bien marcadas de la respectiva sensibilidad frente a buen número de circunstancias producen el conflicto donde chocan, por ejemplo, Norteamérica y España, lo novísimo y lo arcaico, el valor material y valores de otra índole, con sus portavoces radicales, oposición que en capítulos de la segunda parte (como el III) alcanza su máximo nivel.
Dorotea se encuentra de paso en la tierra de su padre para resolver asuntos de herencia y tiene el propósito de regresar, concluido el verano, a EE UU, donde sus negocios marchan viento en popa, atendidos por Williae, cuya existencia no la ata sentimentalmente y no supone, por tanto, un obstáculo en la posible futura vida amorosa de la muchacha, pero las cosas tendrán alguna no prevista complicación originada por el protagonista masculino, un señorito autor de ingeniosas ocurrencias -las salidas que tanto molestan a Dorotea-, descuidado en todo lo restante, necesitado de que alguien viva por él y le haga un hombre maduro y responsable, tal como se deduce de las varias noticias al respecto que va conociendo el lector. Necesita, pues, un cambio radical en su comportamiento que, muerto don Manuel, sólo puede venir de mano de Dorotea, cambio consentido por él, que en la página 193 y última declara, en relación con ella, «que le regalaba mi vida, blanda e informe. Si la quería vivir podía modelarla a su gusto».

En cuanto al estilo de la expresión narrativa cabe advertir ejemplos que llaman la atención del lector y destacan así, entre otros ejemplos, los siguientes: una anotación descriptiva referente al amanecer en el pueblo, comparado el día que llegaba a un Rey Mago -«en cuanto despertaba, abría el balcón para ver cómo vibraba el nuevo día en los matices de la vega. Epifanía matinal que me atraía infantilmente, curioso de saber lo que el día, Rey Mago venido sobre los camellos de los montes de Oriente, me había puesto al balcón»-; imágenes como la suscitada por un sencillo movimiento en la ventana de una casa -«algunas veces veía alzarse una cortinilla, y dirigía allí mis ojos ávidos; pero pronto volvía a caer, guillotinando mi mirada»-; el elogio del sol como «un pintor que con los pinceles de sus rayos blanqueó en un instante todas las casitas del valle, dio verde a las praderas, rojo a los tejados y azul celeste sobre el horizonte; pintó todo el paisaje»; la constatación de un trivial juego amoroso que se remata con una intencionada alusión al martirologio cristiano: «Sus cuerpos vírgenes se clavaban tantos ojos llenos de deseo que era cada uno un lindo acerico de miradas, y todas (las muchachas) iban al paseo en busca de este dulce martirio de San Sebastián». Incompleto muestrario el ofrecido de una rica abundancia donde la cultura del autor, su sentido del humor y su fina tendencia a la observación se dan oportuna cita.

 
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